REFUERZO GRUPO 7.1 ESPAÑOL PRIMER
PERIODO 2020
Docentes: Claudia García y Gloria
Deossa
1.
Lea la siguiente crónica y conteste
la actividad
La
niña más odiosa del mundo
No hubo en mi infancia una niña más antipática
que Socorrito Pino. Confieso que en muchas oraciones le pedí a Dios que la
dejara calva, que no le salieran de nuevo los dientes de arriba, o que, en el
mejor de los casos, se la llevaran –con dientes y cabello, no importa– al punto
más remoto de la Tierra, donde jamás volviera yo a saber de su vida.
Aún hoy estoy convencido de que aquel fastidio
era justo: Socorrito Pino arruinaba mis alegrías, y parecía tener entre ceja y
ceja el propósito de no dejarme tranquilo ni un minuto. Cuando yo peleaba con
mi hermana Chari, ahí aparecía Socorrito como convidada de pesadilla, para
impedir que le pegara. Lo hacía interponiéndose entre mi hermana y yo o
poniéndole quejas a mi abuelo.
Cuando, después del baño, me ponía frente al
espejo para peinarme, la muchachita insistía en que yo estaba perdiendo el tiempo,
pues las peinadas no hacían milagros.
Muchas de mis siestas, que en aquella época eran
sagradas, fueron interrumpidas bruscamente por Socorrito Pino, que me jalaba
los dedos de los pies y luego salía corriendo, con una risita de triunfo que me
taladraba los nervios. Como vivía metida en mi casa a toda hora, conocía el
penoso secreto de que yo, con doce años, todavía me orinaba en la cama, y hasta
se atrevía a preguntarme si aquello no me parecía vergonzoso. Un día llegó al
extremo de decirme que ella no creía que yo mojara la cama por enfermedad sino
por la pura pereza de levantarme por las madrugadas.
En otra ocasión, Socorrito Pino pasó por el
parque en el preciso momento en que yo le pegaba un chicle en la cabeza y le
gritaba groserías a un compañero que había desperdiciado un gol fácil.
Enseguida, hizo un gesto acusador con el dedo índice, y aunque no entendí lo que
me dijo, deduje que se lo iba a contar a mi abuelo. Dicho y hecho: mi abuelo me
asestó una muenda realmente memorable.
En medio del llanto, le eché a Socorrito la
culpa de lo que me había pasado, pensando ingenuamente que le remordería la
conciencia. Lo único que conseguí sacarle fue una frase fría que, además,
encubría nuevas amenazas:
–Nada de eso – dijo, con una cierta resolución
adulta–. Los niños no deben decir malas palabras.
No voy a dármelas de Santa Claus. De hecho, como
pueden colegir por la escena del parque, yo no era, como decía mi abuela Elvia,
ninguna pelusita inofensiva. Pero juro que a Socorrito Pino jamás le di pie
para que invadiera todos los espacios de mi vida, para que no me dejara
respirar ni cuando jugaba futbol ni cuando dormía. Jamás le busqué el lado.
Nunca fui a su casa –que quedaba en la misma calle donde yo vivía– a
molestarla. No me levantaba por la mañana maquinando planes que pudieran
afectarla, a diferencia de ella, que sí parecía concentrada en el proyecto de
destruirme. Socorrito Pino se movía por donde quiera que yo me moviera, y me
amargaba los días con una eficiencia digna de mejor causa.
Hay que aclarar que Socorrito siempre encontró
en mí una respuesta proporcional a su falta. Por ejemplo, la tremenda zurra que
me dio mi abuelo el día que ella me delató por lo del parque, fue
correspondida, dos días después, con un feo golpe en el cogote que la puso a
chillar durante varios minutos.
Siempre me desquité de ella, aunque no fuera en
forma inmediata. No recuerdo que le haya pasado una sola ofensa por alto:
siesta que me dañaba Socorrito a las tres de la tarde, estaba debidamente
vengada a las cinco o, a más tardar, a la mañana del día siguiente. Esto no
resultaba tan difícil, porque a pesar de que Socorrito siempre huía a las
carreras, tarde o temprano regresaba.
La verdad sea dicha: muchas veces fui más brusco
de lo que ella había sido conmigo. Y, sin embargo, no me arrepentía, porque la
gracia no estaba sólo en ajustarle las cuentas sino en amedrentarla para que
nunca más se apareciera por mi vista. Vano empeño: después de mi golpe, venía
su llanto; luego, el retiro de ella hacia su casa y al rato estaba de nuevo al
lado mío, como si nada, dispuesta a una nueva maldad.
Socorrito Pino tenía un cabello negro y
abundante. “Un cabello lindo”, decía la gente. Bueno, eso sería cuando estaba
seco, porque cuando estaba mojado, recién peinado, llevaba una horrible raya
torcida en la mitad. En todo caso, la atracción que yo sentía por ese pelo no
parecía estética sino vandálica: allí me cobraba todos los desmanes de su
dueña. La muchacha vestía con descuido, siempre descalza y siempre con los
dobladillos del vestido zafados. Aparte, daba la impresión de estar siempre
sucia. Yo sentía muchísima rabia cuando mis tías decían que era bonita.
Con sus dientes pasaba algo parecido: todo el
mundo decía que eran bellos, menos yo, que simplemente los veía como un arma
despreciable. La situación llegó al punto en que yo le pegaba hasta cuando no
me hacía nada, sólo por su repelencia de existir y colocarse a mi lado con ese
aire de niñita autosuficiente. No sé por qué Socorrito nunca se quejó ante su
hermano Fernando, un gigantón de quince años que tenía atemorizado a medio
pueblo de Arenal. Confieso que esa posibilidad me producía pánico.
Una vez, estaba yo jugando parqués, solo, y ella
se arrimó, agarró los dados y terminó metida en el juego, sin tener la cortesía
de dejarme ganar, como recompensa por haberle aceptado su descarada
autoinvitación a la mesa. Lo peor no fue eso, sino que se burló de mi derrota
con verdadera desconsideración.
Ese día la mordí en un brazo, le dije que me
dejara en paz y, como si fuera poco, me mofé de su manera de pronunciar las
palabras. Ella se fue llorando con histeria, como siempre. Y, también como
siempre, con una aparente mansedumbre en la mirada, como si el malo fuera yo,
como si ella no fuera capaz de matar una mosca. Eso era, en realidad, lo más
raro: que ni cuando lloraba por mis castigos ni cuando ella me hacía una maldad
a mí, había en sus ojos ninguna gota de rencor.
En menos de media hora volvió a la carga, con
más bríos y con nuevas insolencias: yo dormía en el cuarto de mi tía Libia, y
Socorrito me arrancó de la siesta con un apestoso chorro de vinagre sobre la
cara. Esa fue la última vez que la vi y eso fue todo lo que vivimos: una
historia de impertinencias, brusquedades y patanería.
Así hubiera seguido, quién sabe hasta cuándo, el
círculo vicioso, de no ser porque la familia Pino Villalba se trasladó a
Cartagena en busca de nuevos aires. Puedo asegurar como que dos y dos son
cuatro que a la vuelta de unas horas ya ni me acordaba de que Socorrito Pino
existía.
Lo que pasó después con nuestras vidas, la de
ella y la mía, carece de todo interés. Por lo menos, para este relato. Baste
decir que ambos nos alejamos de Arenal.
Lo realmente maravilloso de esta historia
ocurrió después de casi veinte años, en diciembre de 1995. Fue en la casa de Alberto
Ramos, mi abuelo.
Cuando llegué, estaba mi abuelo conversando con
una mujer que, de lejos, lucía estupenda.
¿Sí te acuerdas de ella? –me preguntó mi abuelo
con una sonrisa.
No lo dudé ni un segundo: era Socorrito Pino,
idéntica, como si apenas hubieran traspuesto su cara del pasado a este cuerpo
formidable de hoy. Que estuviera igual implicaba que ya desde niña había sido
atractiva. Sólo que yo no quise verlo, por la antipatía que sentía por ella. O
tal vez fue que no pude verlo, por física torpeza.
Sí, claro, ella es Socorrito Pino –dije, un poco
aturdido.
En cambio la mujer lució fresca, deliciosamente
fresca, cuando mi abuelo le preguntó si se acordaba de mí. Su respuesta todavía
me sobrecoge el corazón:
¿Cómo me voy a olvidar de él, señor Albertico,
si fue mi primer novio?
a. Explique por qué este texto es una
crónica.
b. Indique y explique cómo se
presentan los elementos de la narración en esta crónica (narrador, espacio,
tiempo, personajes, acciones)
2. Explique las diferencias entre
signos verbales y no verbales
3. Recorte y pegue imágenes que
correspondan a señales y a símbolos (por lo menos tres de cada uno) y explique
su significado.
4. Si usted no escribió la crónica la
debe presentar como refuerzo.
Nota: Este refuerzo
se debe realizar en Word y enviar el día 27 de abril al correo de la profesora Gloria Deossa: gadeossa@gmail.com